Mis primeros totumazos
- La Seño de Inglé
- 14 jul 2018
- 8 Min. de lectura
Llegó el Tigre en su carro rojo que de su estructura original queda poco. Con dos, de los 8 dientes, de metal nos sonrió al decirle a Elisa “ajá seño tamos listos” una hora más tarde de la hora acordada. Elisa, la seño de los manglares, es una ECO (profe de Enseña por Colombia) paisa, ya lleva un año dictando ciencias naturales en el colegio de Barú y logró una transformación en la relación de los habitantes de la isla con sus manglares, “ellos ya identifican las especies de mangle”, ha recibido apoyo de la fundación de Argos, se ganó un premio por su proyecto STEM (science, tecnhology, engeneering and mathematics proyects), y quiere que en un año, al irse, sean los pelaos y su comunidad la que cuide esos mangles de su aparente abandono. “Tigre, hola! Volví! Esta es la nueva seño de inglés, Mari”. Soy yo.
Montaron, no entiendo sé cómo, nuestros colchones, las maletas, cajas, almohadas, baldes, mercado, huevos y botellones en el carro rojo y nos subimos las dos. Recogimos a la seño Conse, lleva XX años de profesora en el colegio, la adoran y veneran. Pronto me enteraría que esta seño Conse es la clave para mi bienestar, el de la comunidad y del colegio. Me abraza. Se monta con sus cajas y maletas. Recogemos a Faber, conectado a su mp3 y cantando en una especie de inglés las canciones de Rihanna y Ed Sheeran. Se monta en la mitad de una vía principal con sus dos maletas. Llegando a la terminal para salir de Cartagena vía Barú recogemos a Amalia. Una paisa caleña que aparenta mucho menos años de los que tiene y llegó a esta isla a buscar aventura en qué invertir toda la energía que aún le sobra. Y el mismo carro rojo arrancó.
La paradisiaca Isla de Barú es conocida por sus hoteles boutique, clubes náuticos, condominios de millonarios y casas de recreo con motos acuáticas, yates y catamaranes. Pero también es tierra de tres corregimientos en los que brilla la ausencia y abandono estatal, que hace 4 años no tenía acceso vial y solo dos de ellos cuentan con acueducto pero no alcantarillado. El prometido puente, que dividió su población entre los que se oponían a su construcción por las amenazas e implicaciones que traía el fácil acceso y quienes lo anhelaban como única esperanza de prosperidad y comercio, 4 años después de construido deja un saldo más negativo que positivo para los dos corregimientos que “beneficia” pues ha traído más pobreza, delincuencia, drogas y conflicto que su población no estaba preparado a recibir.
El pueblo Barú queda casi al final de la larga isla y está aislado de los otros dos corregimientos por Playetas, un tramo de 2 km de playa y mangle apto sólo para 4x4s cuando la marea está baja, el carro rojo del Tigre con todo ese equipaje pasó esta vez sin vararse, pero hay otras que se queda ahí toda una noche. Este aislamiento ha permitido que Barú Barú, como le dicen, siga siendo rural, sin acueducto ni alcantarillado, ni puesto de salud, pero con muchísima más tranquilidad. Su localización le ha significado acceso a riqueza de otras fuentes como comercio y turismo, no desde el continente sino desde el mar, y ha permitido la continuidad de sus tradiciones, saberes y mística a pesar de la inevitable influencia externa. La leyenda dice que hace miles de años llegó un español a este pueblo y con él su familia. Construyó casas grandes de madera, que aún perduran, y vivió muchos años esclavizando y evangelizando, o al revés, a sus habitantes. Huyó devuelta a España vendiéndole la tierras a cambio de su libertad a quienes le habían trabajado y se firmó así una de las pocas escrituras colectivas. Hoy de esa leyenda queda la casa amarilla, la azul, la blanca y la rosada y unas familias ya esparcidas que se cree son las dueñas del terreno colectivo y por tanto son de mayor jerarquía entre la comunidad de 4,800 habitantes.
Entre calles sin pavimentar, casas de colores, basura, mangles, perros y coral seco está un edificio amarillo y rosado al lado del muelle que es el colegio. Tiene dos pisos y salones con nombres marinos como “Mariamulata”, “caballito de mar”, “barracuda”, “isabelitas” y el mío, de 10º, que es “coral de piedra”. La Alcaldía de Cartagena, con ayuda de la Fundación Corona lo fundó en 1996 y es, hace 20 años, administrado por la Fundación Fé y Alegría. A unas tres cuadras, o cuatro dependiendo de por cuál metida se coge, está la casa donde vivo con Elisa y Erwin, un vallecaucano de Palmira que después de Eco en Barranquilla dos años será coordinador con Fe y Alegría de nuestro colegio. Es una casa blanca nueva, vacía, al lado de la señora Victoria, una de las lideresas del pueblo y las cocineras de los almuerzos de los profes. La casa aun no tiene puertas en los cuartos, ni cielo raso, ni muro atrás, ni cocina, ni muebles. Pero funciona muy bien. Mi cuarto tiene ventana a la casa de atrás donde vive un perro amarrado que se lamenta por las noches y me da ganas tanto de consolarlo como de matarlo.
El colegio nos da 5 tanques de agua semanales por docente, que dividimos en baldes y tinas para lavarnos las manos, los dientes, bañarnos, trapaer el piso y hervir para tomar. Mi primera ducha a totumazos, después de una noche de sollozos caninos, fue una delicia. Me sentí parte de un párrafo largo de García Marquez. Me alegro mucho haber donado el 85% de mi pelo a la Liga del Cancer dos días antes de viajar, gastar más de dos totumazos en mi cabeza sería injustificable.
Sami es el primer rector de la Institución Educativa Luis Felipe Cabrales que es barulero, lo que tiene un poder gigante para los estudiantes pues lo ven como un ejemplo y una referencia alcanzable. Es también líder la comunidad y sueña con graduar pilos del colegio y hacer de Barú un ejemplo de colegio. Pero es una tarea difícil. Acá hay plata, los niños están vestidos, la mayoría bien alimentados y no se ve miseria. Muchas familia son cuidanderas y empleadas de las fincas y casas de recreo alrededor de la isla y el turismo ha mantenido a la población bien en términos de dinero que no falta pero tampoco sobra. La educación entonces toma un lugar muy lejos del primero en las prioridades de los baruleros. ¿Qué significado tiene ponerse a estudiar si ya viven bien? Ese es uno de los retos. Entre tantos otros, como es el malabarismo que debemos hacer con el disminuido e insuficiente presupuesto de este año el cuál prevee la contratación de solo a 23 docentes cuando hay 25 cursos. Lo que, inevitablemente, implica una labor apoteósica de cada uno de nosotros en triplicar nuestras capacidades y manejar una carga de más de 30 horas de clase semanales, darlas bien y comer, dormir e ir al baño.
A las 8pm del sábado mi casa estaba llena de pelaítos chismoseando y revoloteando la casa de la seño Elis y la nueva seño de inglés. Vieron que estaba un poco enredada tratando de armar un closet sin instrucciones que había comprado en el Gigante del Hogar de la plaza Bazurto y empezaron a pegar palos “seño no se preocupe que lo hacemos nosotros” y terminaron haciendo una especie de castillo muertos de risa que dejaron botado porque ya tenían que irse pa la casa. Y masomenos a esa ya sonaba el picó, unos parlantes gigantes que proyectan champeta a una salón abierto, pero realmente suena por todo el pueblo. Vine a entender, después de maldecir que el picó no paró en toda la noche y mañana del día siguiente, que la cultura del picó es una herencia de rituales afro de sentir el retumbar de los tambores y percusiones en el cuerpo para entrar en una especie de trance corporal. Hoy la champeta y el picó no es lo mismo de lo que era su origen, pero sigue siendo parte fundamental del pueblo.
Pasé la noche del domingo en vela. Todas las articulaciones las sentía pegadas e insoportable dolor de huesos y cabeza, tuve diarrea toda la noche y no podía abrir los ojos. Tenía viaje en carro a las 5am a Cartagena para hacerme unos exámenes médicos laborales y trámites notariales para el ingreso como empleada docente a la Fundación Fe y Alegría. Lloré en silencio durante la hora y media de trayecto. Al entrar al centro de exámenes me encontré con mis compañeros de Enseña por Colombia que debían también hacerse los exámenes y me dijeron que estaba amarilla. Amarilla me sentía. Decidí abortar ese trámite pues igual los resultados saldrían alterados y me fui a la otra punta de Cartagena, al Hospital en Bocagrande. Sentí que me iba a desmayar en el camino y quería que alguien me abrazara y me dijera que iba a estar bien. Llegué a urgencias y me preguntaron “está sola?” y me dieron ganas de responderle “porfavor no me lo recuerde”. No sé cuántos años tuve que esperar a que me atendieran y me dijeran que mi síntomas parecían indicar que tenía dengue. ¿Dengue? Dengue. Ah ya. Me sacaron sangre y me inyectaron el glorioso suero intravenoso con analgésicos. No era Dengue, pero si un virus que bajó mis plaquetas y me recuperaría en unos días. Que me cuidara. Si, ya sé. Me sacaron el catéter y que me podía ir, qué si estaba sola. Que sí.
Me fui a buscar un taxi con afán de alcanzar a hacer los trámites de la notaría pues debía llegar a Barú porque en Cartagena no tenía donde quedarme. Hay cosas que uno jamás quiere que le pasen, menos en una ciudad nueva, menos solo y menos estando enferma. Pues mi estómago no me dio la oportunidad de no tener que vivir eso y me hice popo en los pantalones. Si. En los pantalones. Sola en una calle de Cartagena el virus no me concedió el tiempo para llegar al baño. Me metí en un baño a llorar. Me sentí miserable. Lavé mis pantalones, los sequé como pude y me los puse. No alcancé a hacer la vuelta de la notaría pues cuando llegué, 25mil pesos y hora y media de taxi después, me di cuenta que había dejado la cedula en el hospital. Le lloré a la Notaria. Respiré profundo y me monté en otro taxi otra vez a Bocagrande. Euclides, el taxista, me consoló. Me dijo que era el lanchero de una familia rica de la punta de Barú y que para lo que necesitara él me ayudaba y que me iba a cobrar la mitad de la tarifa. Valió la pena haber dejado la cédula. Ya era de noche. Llamé a otros Ecos que me hospedaron y el día siguiente hice, con un poco más de fuerzas y menos dolor, los trámites que me faltaban y arranqué a Barú.
La clases empezaron el lunes, pero los pelaos toman la determinante decisión de que empiezan una semana después. Porque ajá. Y los profesores aceptan esa decisión como una oportunidad para ajustar horarios y organizar la inconmensurable carga académica de cada uno y cubrir los huecos que el poco presupuesto deja. En esas estamos. Y yo absorbiendo el ritmo de esta isla, que implica abandonar el afán con el que vivo en Bogotá, bajar a 0 mis revoluciones pues acá se mueve todo al ritmo de las olas. Me siento en Macondo donde en la casa amarilla venden el hielo, donde me baño a totumazos y reciclamos hasta el agua de lavarse los dientes. Y muero de ansias por empezar mis clases, ya los pelaos del pueblo me saludan y me preguntan si soy muy cuchilla en inglé. Yo creo que con una carga de casi 350 estudiantes y 30 horas semanales no me dará tiempo para ser cuchilla. Solo espero poder dar abasto y darles lo mejor de mi.
Estoy sumergida en un realismo mágico en el que, espero, pronto olvide cómo diferenciar lo mágico de lo real.
Mariana Sanz de Santamaria

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